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martes, enero 17, 2006

Sobre la impronta meteorológica en los recuerdos

Las transiciones meteorológicas no violentas son procesos de difícil preservación en la memoria. Por alguna razón, y tal vez falsamente, enmarcamos el recuerdo de alguna situación o acontecimiento en un día de sol, o nublado, o frío, o lluvioso. A la circunstancia le corresponde la luz adecuada en la memoria, aunque quizá las sombras sobre un muro o sobre el suelo no sean objetos predilectos del recuerdo. Si podemos recordar el preparativo o el alboroto inicial de una tormenta, nos resulta, en cambio, difícil mantener la memoria de un empeoramiento progresivo o de un cambio de estación. El día previo a la borrasca es un día por sí mismo, no ese día que anuncia otro régimen diurno.
Reparamos, tal vez falsamente, en ello y nos disponemos a salir a la calle, a ir a alguna cita que nos obliga y ya percibimos el cielo de ese día con un matiz ambiguo que tiempo después, más que desdibujarse, se fijará de un modo indeleble y unívoco en algún lugar del que no podremos escapar.
Cuando aquella mañana… Los interiores, las estancias perfectamente clausuradas, nos mueven a lanzar una apuesta sobre los meteoros de ese día. Cuando aún no había descorrido las cortinas, subido las persianas, pensó que… Y si nos quedamos en casa, no por eso nuestra memoria se librará de un astro funesto o amable.
La historia que le afecta a nuestro hombre es trivial. No tuvo el dramatismo de un teléfono temprano, de una llamada intempestiva. O sí lo tuvo, pero da igual. El drama ya no es suyo. No sabe si los cuadros que quizá hayan de revivir en su memoria o en lo que quede de ella, quién sabe, son de un día o de dos. Recuerda una mañana de sol y de anuncio de calor. La luz sobre unos objetos esparcidos y seguramente irrelevantes. Pero hemos de contarla sin más, sin hipotecas o sesgos que la desvirtúen.
Comenzó con sus llamadas telefónicas. No obtuvo respuesta. Realmente, no puede decirse que lo hubiera pensado. Ni siquiera cuando tuvo la escopeta en las manos. Y tampoco cuando abrió la puerta de su casa. No demasiado tarde, a decir verdad. Quizá la idea era demasiado poderosa como para tener que reparar en ella, pero no podemos decirlo porque ese testimonio no es concluyente. Cuando el fresco de la mañana, monte arriba, tras dejar la vaguada por la que iba el camino, fue sustituido por un calor aún amable, primaveral, entonces quizá pensó en ello. O en la mecánica precisa del asunto. En algún detalle fútil. Con desapego o descuido, como se fijó algo después en el vecino que marchaba paralelo a él, más arriba en la ladera, también armado y que pareció emprender al poco una trayectoria divergente, más hacia arriba, hasta desaparecer en la parte alta de la panza del monte. Quizá no fuese solo –su compañía oculta a favor del desnivel y de alguna mancha de monte bajo–, pero no vio a nadie más
Él, por su lado, descendió. Al poco tropezó con un murete de piedra que se extendía unos cientos de metros. Lo siguió según el curso previo de su marcha, hasta que se vio obligado a saltarlo, justo cuando doblaba en ele hacia la derecha. Pero no lo pasó, había llegado allí donde semiderruido se convertía en un mojón del camino que simplemente invitaba a proseguir la marcha. Por primera vez pensó en el día, o pensó en él ese día, con el Sol ya alto, en su frente y en el sudor que ya abundante resbalaba por su sién, apoyado en su escopeta –desmayo galán o final de partida–, junto a una zarza, al lado de un pequeño avellano. Miró a un lado y a otro. Aquel cielo azul, su recuerdo eterno.

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