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viernes, enero 20, 2006

Tránsito

Recordó que alguien, tal vez Peter Handke, relataba cómo se sentó a comer lo que pudo encontrar en el frigorífico al descubrir a su madre muerta. Es lo que tiene el hambre. Puede visitarnos de repente. Nos cruzamos con un conocido que hace tiempo que no vemos justo cuando va a a la funeraria con el certificado de defunción en la mano.
Él no había abierto el minibar. Lo que había hecho (y no podemos ofrecer mejor explicación que la que puede tener una visita inesperada) era conectarse a internet con su portátil, pero no mediante la terminal que el hotel ofrecía gratuitamente. Estaba usando por primera vez la tarjeta PCMCIA que le habían vendido y que le parecía un apéndice extraño, algo así como un ordenador del ordenador. Por un lado, es cierto que eso le daba cierta sensación de seguridad. Por otro, nada le prohibía conectarse a internet mientras su esposa yacía muerta en su cama, pero mejor así. En una ciudad extraña, pensó que hasta era razonable argüir que buscaba servicios médicos o funerarios de esa manera. El duermevela le facilitaba la aceptación de absurdos evidentes: "¿y por qué no llamó a recepción?" "¿No se le ocurrió telefonear?"
Todo había empezado con el sobresaltado despertar de un sueño al que había llegado después de una cena copiosa. El sueño le había llevado por cementerios y por un guión relativamente amenazador, sutilmente angustioso: quienes acudían a entierros, como él mismo en el sueño, eran perseguidos por unos conspiradores que pretendían, al parecer, que permaneciesen ya por siempre en el recinto. Él contemplaba los desastres y restos ajenos desde una distancia que se acortaba y que hacía peligrar su puesto de observador. Durante algún tiempo, ya despierto en el calor excesivo de la habitación, estuvo ocupado por las imágenes del sueño, pero entonces se dio cuenta de que a su lado, en otra cama individual pero pegada a la suya, su mujer no respiraba. Encendió la luz, hizo comprobaciones y fueron concluyentes. No había ninguna señal de golpe o herida. La expresión era relajada; una muerte dulce que, sin duda, había advertido misteriosamente en su sueño.
Como apagó la luz, casi vuelve a caer dormido, pero al poco se levantó y encendió el ordenador. Ha de reparar el lector en que existen varios procedimientos para que este relato acabe sustituyendo una verosimilitud escasa por autorreferencia: Él soñó que soñaba, él escribió esta historia, él estaba escribiendo esta historia, él leía o escribía un blog. Sin embargo, no hizo nada de esto, ni siquiera consultó su correo, algo que desestimó desde un vago interés en no dejar huellas, como si la culpa fuera una condición predeterminada y ajena a las propias responsabilidades. Su navegación recorrió parajes que desconocía y rápidamente adquirió una apreciable consistencia onírica, lo que no parece improbable. Pasó algún tiempo. De cuando en cuando recordaba al cadáver detrás de él, quizá iluminado por la pantalla del ordenador, pero entonces era cuando saltaba de página en página con más furia, como el que escapa.
Notó la mano de ella sobre su hombro, sin que hubiera oído sus pasos ni el ruido de las sabanas: "¿Qué haces? ¿Estás desvelado?" Él acarició su mano y la retuvo sobre el hombro. No contestó ni dejó de mirar la página en la que estaba entonces, aunque pareció por un instante que iniciaría el movimiento que le llevaría a levantarse, primero, y a volver a la cama.
Varias páginas después, tras el azar de los enlaces, unas fotografías le hablaron de un viaje que fue feliz hacía ya muchos años. Se lo señaló a ella con el plácido reconocimiento de la memoria compartida. "¿Recuerdas?" Entonces sí que tornó su rostro y vio cómo ella asintía muda. Ya por siempre.

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