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sábado, noviembre 25, 2006

¿Quién escribió realmente las obras de William Shakespeare?

Consideraremos dos hipótesis, que pueden hacerse equivalentes o mantenerse separadas. Pensemos en un escritor cuya obra consiste en una sucesión de un millón, pongamos, de signos tomados de un alfabeto de 10 símbolos (veinticinco estaría mejor, pero por si echamos alguna cuenta, lo dejamos en diez). Podemos ahora pensar en un millón de monos escribiendo cada uno uno de esos símbolos en una cuartilla. Más higiénicamente, podemos pensar en un sólo mono que escribe sucesivamente el millón de símbolos en un rollo de papel.
En este segundo caso, no se nos oculta la dificultad de la empresa: un acierto entre un 1 seguido de un millón de ceros de posibles resultados. Esto sería equivalente al escenario de un millón de monos (si en el escenario hay un millón de monos, nos preguntamos cómo estará la platea), si las cuartillas o, alternativamente las bestezuelas, estuvieran numeradas de uno a un millón. Notemos, en cambio, que si podemos reordenar las cuartillas a nuestro gusto, la cosa pinta (o escribe) ya más favorablemente. Reconozcanmos que esto sería posible también con un solo mono con un millón de cuartillas a su disposción o con un rollo que se pudiera dividir en el adecuado millón de cachitos. En fin, tendríamos factorial de un millón de permutaciones dividido por el producto de los factoriales del número de ocurrencias de cada símbolo. Al menos, si no me equivoco, pero eso tampoco importa mucho (como se verá más abajo no es que no importe mucho de hecho, es que no importa nada filosóficamente, según veremos).
Sucede que la situación es incluso más favorable si los monos eligen los símbolos con la probabilidad que asignaríamos a cada uno de ellos a la vista de sus frecuencias en las antes citadas obras completas del millón de símbolos. Con un poco de suerte, tendríamos, por así decir, las letras justas para reordenándolas reescribir las obras cuasi completas de nuestros desvelos. Dado que autores como el citado Shakespeare son una mina de problemas filológicos, no es relevante que cambiemos algo. Si, además, hacemos que nuestros monos nos imprima unos cuantos simbolillos de más, seguro que tendremos de sobra.
Ahora bien, no se le escapará a nadie que es trampa, partiendo de unas obras ya escritas, decir que las reescriben unos menardianos monos que, en todo y el mejor caso, podríamos comparar a los fundidores de los tipos de imprenta. Y a nadie se le dejará de dejar de escapársele que la tarea del ordenador de las letras es más ardua que la del Bardo y la de Carlos Argentino Daneri juntos. Pero esta trampa tiene su propia trampa, porque antes de tener las obras, sean las de Shakespeare o las de cualquier otro, no las teníamos, como es evidente pese a los rastreadores de fuentes y manatiales. Por tanto, no podemos excluir que éstas se produjeran por un mecanismo como el citado. Ahora bien, caben aquí dos posibilidades: la primera es que nadie reordenase las letras escritas por el millón de monos, hipótesis a la que, personalmente, me apunto; la otra es que alguien o algo las reordenase.
Podemos asimilar (1) este alguien o algo a un programa de ordenador, del mismo modo que podemos hacerlo con nuestro libro del millón. Podemos preguntarnos si la sucesión de símbolos del programa puede haber sido escrita por un millón de monos y aquí creo yo que apetecería ser más capaces de prescindir de un reordenador de símbolos impresos. Acuden los biólogos evolucionistas en nuestro auxilio, pues vendrán éstos a sostener que los grandes programas crecen sobre el éxito que algunos de los pequeños (1) tienen sobre sus semejantes en longitud.
Tacita a tacita, y acabamos pareciendo Richard Dawkins. Si nos ponemos estupendos, podemos incluso parafrasear una chuminée famosa y decir que a uno de esos programas lo llamamos Shakespeare 1.616.
A los programas que llamamos nihilistas les parecerá, encore au dedans de la chuminée, que todo es lo mismo y que el éxito de algunos programas es el nombre de la respuesta que, ante ellos o con ellos, producen otros programas. Es decir, sospechamos que todo es caos, somos caos, y que no somos capaces (¿cómo?) de distinguirlo (2). Que este es mundo de muy poca calidad, habitado por piedras, palabras, hombres y nubes que se piensan cimas de alguna perfección. Por eso, los principios antrópicos se debilitan o se ven ridículos si se admite que sólo es una pequeña y oscura habitación barrida por confusas alarmas de asalto y retirada. Si aparece alguna grieta aleatoria en el caos, pensamos que todo es grieta. O que esta historia, sonido de feria, pensamos que no está contada por un idiota, o por unos monos particularmente imbéciles en un papel lleno de borrones.

(2) Si lo sospechamos es por el número de monos y de símbolos, no por especial virtud.
(1) La solución es muy clara. Esto es falso. No podemos extender la categoría de la información fuera de su campo de aplicación. Nada es un programa de ordenado, aunque un mundo de programas de ordenador pueda ser un modelo de algo. Los pequeños programas no se enfrentan a otros programas. Las causalidades se contradicen en planos distintos. El programa que sabemos de la pé a la pá es, a otro nivel, un oráculo. La contingencia se monta sobre procesos deterministas que no pueden escalarse hasta el nivel donde aparece aquélla. Como decía un poeta y un tipógrafo: Abajo los tres reinos de la naturaleza. Viva el perder.

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